Reconozcámoslo... Ir a la biblioteca se está dejando de hacer. Y es una pena.
Es una pena porque estamos seguros que, la gente de nuestra generación (30-35 años), se está perdiendo infinidad de experiencias, vivencias, amistades, comentarios, risas furtivas, que solo se daban en ese entorno mágico que supone estar rodeado de miles de libros.
Recuerdo con muchísimo cariño esos momentos. Bien fuera a la salida de la escuela, en las mañanas de sábado, en días de lluvia de otoño, o en una cálida tarde de mediados de mayo, sus puertas siempre estaban abiertas, sus instalaciones listas para captar la atención de ávidos lectores como yo, que se paseaban distraídos por sus largos pasillos, a la luz de florescentes tintineantes, paseando la yema de los dedos por el lomo de los libros. Curiosamente, recuerdo con especial detalle, esas austeras fundas de plástico que recubrían las portadas y las protegían meticulosamente de cualquier incidencia en manos de algún usuario poco delicado.
Poco estaban modernizadas las bibliotecas en aquél entonces, y cuán fantástico era intercambiar opiniones con el/la bibliotecario/a, dispuesto a ayudarte y aconsejarte de primera mano, o resolver tus dudas sobre la existencia de un título en concreto, sin necesidad de teclear nada en ningún ordenador. Su experiencia era la mejor de las búsquedas.
En tiempos en los que nuestras redes sociales eran más humanas que nunca, nuestros comentarios se transmitían de viva voz, nuestros "me gusta" se plasmaban con una recomendación en mano, nuestras reseñas literarias se escribían en un papel y se presentaban al día siguiente en clase, nuestros grupos se formaban alrededor de una larga mesa, y nuestras imágenes dejaban de tener fecha de caducidad para convertirse en recuerdos como éstos: recuerdos de biblioteca.
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